viernes, 30 de septiembre de 2011

LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS del R. P. Réginald Garrigou-Lagrange, O. P.

por Radio Cristiandad
 
LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS
R. P. Réginald Garrigou-Lagrange, O. P.



Comenzamos por gracia de Dios una nueva serie dentro de los escritos del P. Garrigou-Lagrange sobre la Providencia y la Confianza en Dios.
Esperamos que pueda ser capitalizado positivamente para nuestras almas.

EL ABANDONO EN LA PROVIDENCIA DIVINA

CAPÍTULO I

POR QUÉ Y EN QUÉ COSAS HEMOS
DE ABANDONARNOS EN MANOS DE DIOS
 
La doctrina del abandono en la divina Providencia, abiertamente contenida en el Evangelio, ha sido falseada por los quietistas, los cuales se entregaron a la pereza espiritual, dieron de mano a la lucha por la perfección redujeron gravemente el valor y la necesidad de la esperanza; ahora bien, el verdadero abandono es la forma más excelente de la confianza o esperanza en Dios.
Mas puede uno también apartarse de la doctrina del Evangelio incurriendo en el defecto contrario a la pereza quietista, que es la vana inquietud y la agitación.
En este particular, como en otras muchas cosas, la verdad es a manera de una cumbre que descuella entre dos posiciones extremas, que son los dos errores apuntados.
Importa, pues, precisar el sentido y el alcance de la verdadera doctrina del abandono en la voluntad de Dios, para evitar sofismas que corren con apariencia de perfección cristiana.
Veamos primero por qué y en qué cosas hemos de abandonarnos en manos de la Providencia. Después pasaremos a declarar cómo haya de ser el abandono y cuál sea el gobierno de la Providencia con los que a ella totalmente se entregan.
Serán, nuestros guías en la exposición de tan bella doctrina San Francisco de Sales (L’Amour de Dieu, l. 8, ch. 3; 4, 5, 6, 7, 14; l. 9, ch. 1. Cf. también Entretien 2, 15), Bossuet (Discours sur l’acte d’abandon à Dieu. —États d’oraison, 1. 8, 9), el P. Piny, O. P. (Le plus parfait, ou Des voies intérieures la plus glorifiante pour Dieu et la plus sanctifiante pour l’âme, publicado en 1683. Nueva ed. anotada por el P. Noel, O. P. París, Téqui. El autor prueba que en este camino es donde se ejercita la fe más viva, la esperanza más confiada, la caridad más pura, por lo que es muy conveniente para todas las almas interiores), y el P. de Caussade, S. J. (L’abandon á la Providence divine, nueva ed. aumentada con las cartas del mismo autor, revisada por el P. H. Ramiére, París, Lecoffre-Gabalda, 2 vol).

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Por qué debemos abandonarnos en manos de la Providencia

A esta pregunta responderá cualquier cristiano: porque la Providencia es Sabiduría y Bondad.
Cierto; mas para bien comprenderlo, y a fin de evitar el error quietista, que renuncia a la esperanza y a la lucha necesaria para la salvación, y por no incurrir en el otro extremo, que consiste en la inquietud, en la precipitación y en la agitación febril y estéril, conviene enunciar cuatro principios, accesibles a la razón natural y llanamente contenidos en la Sagrada Escritura, los cuales, a la vez que declaran la verdadera doctrina, muestran también los motivos que nos han de resolver a abandonarnos en las manos de Dios.
El primero de ellos es: Nada sucede, que de toda eternidad no haya Dios previsto y querido, o por lo menos permitido.
Nada sucede, sea en el mundo material, sea en el espiritual, que Dios no haya previsto de toda la eternidad; porque Dios no pasa, como los hombres, de la ignorancia al conocimiento, ni saca enseñanza de los acontecimientos.
No sólo ha previsto cuanto sucede y ha de suceder, mas también ha querido cuanto de real y de bueno hay en las cosas, con excepción del mal, del desorden moral, que sólo permite con miras a bienes mayores.
La Sagrada Escritura, como arriba vimos, es categórica en este particular y no deja lugar a duda alguna, según lo han declarado los Concilios.
El segundo principio es: Dios no puede querer ni permitir cosa que no esté conforme con el fin que se propuso al crear, es decir, con la manifestación de su bondad y de sus infinitas perfecciones y con la gloria del Verbo encarnado, Jesucristo, su Unigénito.
Como dice San Pablo (I. Cor. 3, 23), “Todo es vuestro; vosotros, empero, sois de Cristo, y Cristo es de Dios: Omnia enim vestra sunt, vos autem Christi, Christus autem Dei“.
A estos dos principios se añade otro tercero, formulado asimismo por San Pablo (Rom. 8, 28): “Sabemos que todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios, de aquellos que él llamó según su eterno decreto” y perseveran en su amor.
Dios hace que contribuyan al bien espiritual de sus almas, no sólo las gracias que les dispensa y los dones naturales que les concedió, mas también las enfermedades, las contradicciones, los fracasos, aun las mismas faltas, dice San Agustín, que permite para llevarlos al puro amor por el camino seguro de la verdadera humildad; como permitió la triple negación de Pedro para hacerle humilde y desconfiado de sí mismo, más valeroso y más confiado en la divina Misericordia.
Estos tres principios nos dicen en sustancia: “Que nada sucede que no haya Dios previsto o por lo menos permitido; que cuanto Dios quiere o permite es para la manifestación de su bondad y de sus infinitas perfecciones, para gloria de su Hijo y para bien de los que le aman.”
De aquí se desprende que nuestra confianza en la Providencia nunca pecará de excesivamente filial y firme; y aun podemos añadir que debe ser tan ciega como la fe, la cual versa sobre los misterios no evidentes, no vistos, fides est de non visis.
Sabemos con certeza que la divina Providencia dirige todas las cosas hacia el bien y estamos más seguros de la rectitud de sus designios que de la pureza de nuestras mejores intenciones. De donde al abandonarnos en manos de Dios, nada hay que temer, a no ser el defecto de sumisión.
El don de temor impide que la esperanza se torne en presunción, como la humildad evita que la magnanimidad degenere en orgullo. (Cf. Santo Tomás, IIa-IIæ, q. 19, a. 9 y 10; q. 160, a. 2; q. 161, a. 1; q. 129, a. 3 y 4). Son virtudes complementarias que se equilibran, se robustecen mutuamente y crecen juntas.
Pero las últimas palabras nos obligan a formular contra el quietismo otro principio, el cuarto, tan cierto como los anteriores: es evidente que el abandono a nadie exime de hacer lo posible por cumplir la voluntad de Dios significada en los mandamientos, en los consejos y en los sucesos; pero cuando realmente hayamos querido cumplirla todos los días, podemos y debemos abandonarnos en lo demás a la voluntad divina de beneplácito, por misteriosa que nos parezca, evitando la vana inquietud y la agitación (Cf. San Francisco de Sales, L’Amour de Dieu, l. 8, ch. 5; l. 9, ch. 1; ch. 2, ch. 3, ch. 4).
Bossuet, Etatt d’oration, l. 8, 9: “No habiendo lugar para la indiferencia cristiana en lo que se refiere a la voluntad significada, es preciso limitarla, como dice San Francisco de Sales, a ciertos acontecimientos dispuestos por la voluntad de beneplácito, cuyas órdenes soberanas deciden de las cosas que diariamente ocurren en la vida.”
Dom Vital Lehodey, Le Saint Abandon, París, 1919, p. 145: “El beneplácito divino es el objeto del abandono, y la voluntad significada, el de la obediencia.”
Formuló este cuarto principio de una manera equivalente el Concilio de Trento (sess. 6, c. 13) al decir que todos debemos esperar firmemente el socorro de Dios y confiar en El, esforzándonos por cumplir sus preceptos.
Ya lo dice el refrán popular: “Haz tu deber, venga lo que viniere.”
Todos los teólogos explican qué cosa sea la voluntad divina significada en los mandamientos, en el espíritu de los consejos y en los sucesos de la vida (Cf. Santo Tomás, I, q. 19, a. 11 y 12: De voluntate signi in Deo).
Hay acontecimientos muy significativos, como la muerte de una persona. También hay pecados, como observa Santo Tomas (ibid,), permitidos por Dios, ora sean faltas personales, como la triple negación de Pedro, permitida por Dios para asentarle en la humildad, ora faltas contra nosotros, como ciertas injusticias que Dios permite se nos infieran para nuestro provecho espiritual; de esta última, especie son, por ejemplo, las persecuciones contra la Iglesia.
Y los teólogos añaden que ajustando nuestra conducta a la voluntad significada de Dios (Cf. Santo Tomás, Ia-IIæ, q. 19, a. 10: Utrum necessarium sit voluntatem humanam conformari voluntanti divinae in volito ad hoc quod sit bona), debemos abandonarnos a la voluntad de beneplácito, por oculta que sea, como que estamos seguros de antemano que todas las cosas quiere o permite santamente para nuestro bien.
Es digna de notarse aquella sentencia del Evangelio de San Lucas (16, 10): “El que es fiel en las cosas pequeñas, también lo es en las grandes”; como hagamos cada día lo posible por ser fieles al Señor en las cosas ordinarias, podemos contar con su gracia para serle fieles en las circunstancias extraordinarias que por permisión divina sobrevinieren; si llegare el trance de padecer por él, estemos seguros que nos ha de dar la gracia de antes morir heroicamente que avergonzarnos y renegar de Él.
Tales son los principios de la doctrina del abandono.
Aceptados por todos los teólogos, constituyen en este particular la expresión de la fe cristiana.
Así, el equilibrio se halla por cima de los dos errores mencionados al principio del capítulo. Por la fidelidad al deber en todo momento se evita el falso y perezoso quietismo; y por el abandono se libra uno de la vana inquietud y de la estéril agitación.
El abandono sería pereza, de no ir acompañada de la cotidiana fidelidad, que es como el trampolín para lanzarse con seguridad hacia lo desconocido. La fidelidad cotidiana a la voluntad divina significada nos da derecho de abandonarnos plenamente en el porvenir a la voluntad divina de beneplácito, todavía no significada.
El alma fiel recuerda con frecuencia las palabras de Nuestro Señor: “Mi alimento es cumplir la voluntad de mi Padre”; también ella se alimenta constantemente de la voluntad divina significada.
A la manera del nadador que, apoyándose en la ola que pasa, se entrega a la que viene, al océano que parece quererle tragar, pero que en realidad le va sosteniendo; así el alma debe hacerse a la mar, al océano infinito del ser, como decía San Juan Damasceno; apoyándose en la voluntad divina significada en el momento actual debe entregarse a la voluntad divina, de la cual dependen las horas siguientes y todo lo venidero.
Lo porvenir es de Dios; en su mano están todos los sucesos: de haber pasado una hora antes los mercaderes ismaelitas que compraron a José, no habría éste bajado a Egipto, y otro habría sido el rumbo de su vida; también la nuestra depende de ciertos acontecimientos que están en las manos de Dios, dan equilibrio, estabilidad y armonía a la vida de Dios.
La fidelidad cotidiana y el abandono en las manos espiritual. Es la manera de vivir en recogimiento casi continuo y en abnegación progresiva, que son las condiciones ordinarias de la contemplación y de la unión con Dios. Por ello es necesario vivir en el abandono a la voluntad divina, todavía desconocida, alimentándonos en todo momento de la que ya conocemos.
La unión de la fidelidad con el abandono nos permite vislumbrar lo que será la unión de la ascética con la mística; la primera tiene por principal fundamento la conformidad con la voluntad divina, la segunda tiene su asiento en el abandono.
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En qué cosas hayamos de hacer abandono en manos de la divina Providencia

Ajustada nuestra vida a los principios que acabamos de exponer, una vez cumplido cuanto nos ordena la ley de Dios y la prudencia cristiana, hemos de hacer abandono total en las manos de la divina Providencia.
¿Cómo se ha de entender esto? Significa primero que hemos de dejar a Dios el cuidado de nuestro porvenir, lo que haya de ser de nosotros mañana, dentro de veinte años y más tarde.
Hemos de poner asimismo en sus manos el momento presente, con las dificultades que quizá lo entenebrecen; y también nuestro pasado, es decir, nuestras acciones pasadas con sus consecuencias.
Cuanto atañe al cuerpo, como salud y enfermedad, y lo que se refiere al alma, como alegrías y trabajos, todo se ha de entregar confiadamente a la solicitud paternal del Señor. Hasta el juicio benévolo o maligno de los hombres hemos de descuidar en manos de la divina Providencia.
“Si Dios está por nosotros, dice San Pablo (Rom. 8, 31-39), ¿quién contra nosotros? El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó por todos nosotros, ¿cómo después de habérnosle dado dejará de darnos cualquiera otra cosa?… ¿Quién podrá, pues, separarnos del amor de Cristo? ¿Acaso la tribulación o la angustia? ¿Por ventura la persecución, o el hambre, o la desnudez? ¿Quizá el peligro o la espada?… Estoy cierto que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo venidero, ni lo alto, ni lo profundo, ni otra criatura podrá jamás separarnos del amor de Dios, que se funda en Cristo Jesús, Señor Nuestro.”
¿Puede darse abandono más perfecto en la fe, en la esperanza y en la caridad? Abandono en lo que mira a las vicisitudes del mundo, en lo que toca a la vida y a la muerte, a la hora de salir de este mundo y a la manera violenta o dulce de rendir el último aliento.
En los mismos sentimientos abundan los Salmos: “Temed al Señor, vosotros sus santos; nada falta a los que le temen. Los leoncillos podrán sentir penuria y tener hambre; mas quienes buscan al Señor no padecen privaciones de bien alguno.” (Ps. 33, 10). “¡Cuán grande es tu bien, Señor, el que guardas para quienes te temen y muestras a los que en tí confían!… Tú los defiendes de las vejaciones de los hombres, los pones a cubierto de la maledicencia de las lenguas” (Ps. 30, 20-21).
Y Job, en medio de sus lamentaciones, decía: “Rodeado me veo de escarnecedores, mis ojos se abren sólo para ver sus ultrajes. Oh Dios, sal fiador de mí ante ti mismo. ¿Quién otro querría tenderme la mano?” (Job 17, 21).
Refiérese en el Libro de Daniel (13, 42) que una mujer temerosa de Dios, llamada Susana, hija de Helcías, odiosamente calumniada por dos viejos lascivos, se abandonó en manos del Señor, exclamando: “Oh Dios eterno, que conoces las cosas ocultas, que lo sabes todo aun antes que suceda, tú sabes que éstos han levantado contra mí un falso testimonio; y he aquí que voy a morir sin haber hecho nada de lo que han inventado maliciosamente contra mí.”
Y el Señor escuchó la súplica de aquella noble mujer, como se refiere en el mismo Libro. Cuando era llevada a la muerte, Dios despertó el espíritu de un mancebo, llamado Daniel, el cual exclamó en alta voz: “Inocente soy de la sangre de esta mujer”. Volvióse hacia él todo el pueblo y le preguntó: “¿Qué es lo que dices?” Entonces el joven Daniel, inspirado por Dios, puso de manifiesto la falsedad del testimonio de los acusadores; porque interrogados por separado ante la multitud, como se contradijesen, manifestaron, sin quererlo, que habían mentido.

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De lo expuesto se desprende que, de hacer lo que está de nuestra parte para cumplir nuestros deberes cotidianos, podemos en lo demás abandonarnos con filial confianza en manos de la divina Providencia. Y como realmente procuremos ser fieles en las cosas pequeñas, en la práctica de la humildad, de la dulzura y de la paciencia, en las cosas ordinarias de cada día, el Señor nos dispensará su gracia para serle fieles en las cosas grandes y difíciles que tenga a bien exigirnos; y en las circunstancias extraordinarias otorgará gracias también extraordinarias a los que le busquen.
Léese en el Salmo 54, 23: “Jacta super Dominum curam tuam, et ipse te enutriet; Abandónate en manos de Dios, que él cuidará de ti; no dejará jamás sucumbir al justo… Mas yo pondré mi confianza en ti.”
Con estos mismos sentimientos escribe San Pablo (Philipp. 4,): “Alegraos siempre en el Señor; alegraos repito. Sea patente vuestra modestia a todos los hombres; que cerca está el Señor. No os inquietéis por cosa alguna; mas en todo presentad a Dios vuestras necesidades por medio de oraciones y súplicas, junto con acciones de gracias. La paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, sea la guardia de vuestros corazones y de vuestros sentimientos en Jesucristo.”
Y San Pedro, exhortando a la confianza, dice en su Primera Carta (5, 6): “Humillaos, pues, bajo la mano poderosa de Dios, para que os exalte al tiempo de su visita; descargad en su seno todas vuestras cuitas, pues él tiene cuidado de vosotros. Sed sobrios y estad en vela; porque vuestro enemigo el demonio anda girando cual león rugiente alrededor de vosotros, en busca de presa que devorar. Resistidle firmes en la fe, sabiendo que la misma tribulación padecen vuestros hermanos, dispersos por el mundo. Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su eterna gloria por Jesucristo, después de haber padecido un poco, él mismo acabará su obra, os hará firmes, fuertes e inconmovibles,”
Beati omnes qui confidunt in Domino: Dichosos los que ponen su confianza en Dios”, dice el Salmista (12, 13).
“Los que tienen puesta en el Señor su esperanza, dice Isaías (40, 31), adquirirán nuevas fuerzas, alzarán el vuelo como águilas, correrán sin fatigarse, andarán sin desfallecer.”
Tenemos en San José el modelo perfecto de espíritu de abandono en la Providencia en cuantas dificultades se le ofrecieron: en el trance embarazoso del nacimiento del Salvador en Belén; cuando sonó en sus oídos la dolorosa profecía del anciano Simeón; cuando hubo de refugiarse en Egipto huyendo de la persecución de Herodes, hasta su regreso a Nazaret.
Vivamos a ejemplo suyo fieles en la práctica de los deberes cotidianos, y nunca nos faltará la divina gracia, con cuyo auxilio cumpliremos siempre cuanto Dios exija de nosotros, por arduo que en ciertas ocasiones ello nos parezca.

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